El nuevo socialismo de Chávez le ha borrado al país el humor caribe. Así lo percibe un escritor mexicano en esta crónica de Caracas y sus alrededores
Carolina Quevedo |
Venezuela es anacrónica de muchas maneras, no sé si todas desdeñables. Desde el aterrizaje en el aeropuerto de Maiquetía una gigantografía de Chávez nos anuncia que el país ha decidido ser libre. Desde migración uno sospecha que ha llegado a un antiguo país soviético. El empleado de migración debe ser ríspido, osco. Debe estampar el sello como quien te invita al Gulag. Se ha operado el prodigio: el nuevo socialismo le ha borrado el humor al Caribe. Los maleteros buscan embaucarte, un tipo quiere cambiarte plata. Y aquí el país empieza a mostrar, veloz, sus grietas: hay tres tipos de cambio: el oficial –a 2,15–, el de quien te embaucó haciéndote creer que te hace millonario –a 4,50– y el del mercado negro –a 6,50–, todo en los llamados bolívares fuertes. Algún día descubriré en dónde reside su solidez.
Desde La Guaira a Caracas uno descubre, sin necesidad de leer a los críticos de las izquierdas de los setentas cuál fue el destino de lo que llamaron modernidades periféricas. Sólo porque ha quedado uno de los términos de la ecuación: la periferia. Apiñadas en los montes se desprenden, como en un Belén macabro, cientos de miles de casas a medio hacer para dejar el paisaje a auténticos edificios y rascacielos que nadie sabe cómo no se han caído. Descascarados, sin pintar, con los vidrios rotos, llenos de rejas –uno no entiende cómo en el piso 34 se precisan rejas; los rateros en este país han de ser hombres moscas–. Pero eso me asombrará durante tres días: el ruido de las sierras cortando metal, las chispas de soldadura. Todo el mundo coloca una nueva reja, debe ser la actividad productiva más importante del país, después del petróleo, claro. ¿Qué le pasó a Caracas, pienso? ¿Cuándo se detuvo? ¿Cuántas veces se detuvo? Sus edificios parecen ruinas para el arqueólogo. ¿En qué momento se jodió América Latina?, podríamos preguntarnos como el Zavalita de Conversación en la Catedral. Lo peor, el presente fulmina con una pregunta más lacerante: cuántas veces se ha jodido América Latina, irremisiblemente.
Me alojo en un hotel de Altamira que también tuvo su mejor tiempo. Ahora la recepción es oscura y tétrica y los cuartos otro tanto. Mis sábanas están rotas, hay cucarachas y el aire acondicionado no sirve. En un mundo donde la globalización nos unifica y banaliza, donde todo se parece a todo, este país ha decidido –o un hombre de este país ha decidido gracias a su uso del petróleo y a la infinita pobreza– que se puede ser distinto.
Por eso Venezuela es tan anacrónica, y tan perturbadora. Vengo de Colombia en donde el neoliberalismo se ha instalado como un cáncer sin que ello implique que existan menos pobres, y donde los militares han hecho creer a la población que son necesarios, que sin ellos volvería la inseguridad, la muerte. El teatro del inseguridad después de innegables décadas de violencia sin salida aparente. Pero ahora llego a un país que sólo está adelantado media hora –no una hora, como marca el huso horario–, porque así se lo ha susurrado Bolívar, el Simón Bolívar de la silla vacía, al comandante Chávez.
En las calles de Colombia abundan los indigentes –desechables, les dicen–. En Venezuela abundan los indigentes, pero sobre todo los locos. Te detienen en la calle y te gritan, casi te escupen que “Dios te salvará” o “que Perdió España”, o que “Un cataclismo nos fulminará peor que el diluvio”. En Colombia la Quinta de Bolívar es como una casa de muñecas y hasta la gorra masónica tejida del libertador descansa: el pasado es un museo, una antigüalla, lejano. En Venezuela la Quinta de Anauco, en medio de una ciudad caótica, con un tráfico que a ciertas horas hace palidecer al de Ciudad de México, no hay nada en sus muros que haya pertenecido a Bolívar. La llenaron con muebles antiguos, figuras coloniales, rejas de catedral: el pasado no importa. Bolívar es el presente, nos mira detrás de Chávez con su nariz de pirata y sus ridículos caireles. Un decreto mundial debería prohibir los retratos, bustos, estatuas de próceres. Incluso debería erradicarlos de los billetes.
La alegría perdida
Y la gente se encuentra malencarada, ha perdido la fiesta, o la esperanza. “La revolución no retrocede”, es alguno de los lemas de un gobierno que llegó no por la vía revolucionaria, sino por elección y que ha desmantelado la democracia. Ésa es una paradoja sustancial: en Venezuela te das cuenta de cuán vacías están todas las palabras en el mundo contemporáneo: nada quiere decir revolución, libertad, democracia. Nada: son palabras huecas, necias para los oídos locos de unos ciudadanos globales que, tampoco, sabemos ya cómo estar en el mundo.
Pero todo esto, en este lugar, te obliga a pensar. ¿Sirve de algo la democracia, o es un mito? Nos han dicho que la inventaron los atenienses cuando descubrieron que necesitaban los unos de los otros, que eso era la civilización. Aunque sólo votaban los ciudadanos, aquellos que podían tener esclavos.
Se es libre en Occidente, por tradición, por encima o sobre los otros. La democracia es una cuestión de minorías. El neoliberalismo tuvo un descalabro que algunos pensaron mayor ideológicamente en octubre de 2008, pero no significa nada. Nadie sabe –ni yo que lo escribo, ni quién lo lee– si hay alguna alternativa al capitalismo salvaje.
Venezuela grita. Pocas ciudades son más ruidosas. El ruido significa pobreza, desigualdad, desorden. El ruido es la constante en esta ciudad que no se escucha. Los eslóganes –perdón, las consignas– revolucionarias que en otros tiempos, en otros países, tuvieron alguna gracia aquí son interjecciones, tan vacías: “Ah, eh: la revolución continua”… O el más carismático: “Oh, eh, a la revolución nadie la detiene”. En otras bardas ya sólo queda un Ah!, con su signo de admiración.
Venezuela te grita que quiere serlo, pero se queda afónica en el intento. En todo el mundo hay una generación de hombres entre los cincuenta y los sesenta y tantos años que cuando fue joven creyó que estaba aquí para cambiar el mundo. Que había que destruir al Estado y a todas las formas de opresión que él –muerto Dios y la Iglesia– encarnaba. Los jóvenes de hoy –lo mismo en Singapur que en Buenos Aires, en México o en París– desean que el Estado los proteja y que el orden de las cosas se conserve.
Y los hombres de esa generación se han vuelto, también, conservadores. Prefieren enlatar el pasado, ponerlo en salmuera. O sacarlo a pasear en los cafés, cuando discuten o vociferan o dicen que ellos pensaron igual. Se han vuelto de derechas consciente o inconscientemente. Se quejan de que no se puede fumar en los aeropuertos pero piden, gritan, que haya más seguridad y no se molestan en que los revisen una y otra vez, no vaya a ser que un terrorista tome por asalto el avión donde viajan.
Batiburrillo ideológico
En Venezuela todo parece ser distinto y, sin embargo, está muerto. Esa es la paradoja: en su propio batiburrillo ideológico –mezcla de nacionalismo ramplón, de una reescritura extraña del legado bolivariano y de un socialismo militarizado de manual–, Hugo Chávez perdió la brújula, que no sé si alguna vez tuvo. Carlos Andrés Pérez los desfalcó en su segundo periodo y Chávez llegó a salvarlos con un programa de televisión infumable.
Tan infumable, sin embargo, como el espacio que la televisión opositora, Globovision, transmite bajo el título Aló, Ciudadano. Y aquí siguen las paradojas. Ser ciudadano en Atenas significaba tener algo. Ser ciudadano en nuestras democracias de consorcio es reclamar por algo. No tengo agua, se fue la luz, el policía de tránsito del barrio es corrupto, en mi calle no recogen la basura. Y entonces ser ciudadano es un constante arte de la queja que obliga al zapping: el control remoto te lleva al elogio permanente del socialismo y sus conquistas, de la revolución y sus logros.
Voy, de hecho, al Panteón Nacional. A la tumba de Simón Bolívar, donde supuestamente descansa junto a su maestro, Simón Rodríguez. ¿Qué pensarán estos dos viejos, pienso yo sin pensar? Tal vez en esto consiste la madurez, me digo: en creer y no creer, en no saber ya nada.
Si despertaran, lo primero que les haría volverse a morir, me digo, no es Venezuela, ni Hugo Chávez, es algo más complejo: se darían cuenta de que el sueño de la razón produce monstruos. Me explico para no parecer una inútil casa de citas: ellos –como todos los ilustrados– creyeron que pensar servía para algo. Y que liberaba. Que la educación –la forma más conocida de transmitir el pensamiento, y de hacer pensar a veces– era el vehículo privilegiado.
Si a esto –y con esto me refiero al mundo ancho y ajeno, no a esta parcela de la tierra que se llama Venezuela– hemos llegado pensando, qué sería de nosotros si fuésemos idiotas, me digo.
En Venezuela, todo lo atípico está sostenido por los alfileres de un auge petrolero que ya, tampoco, está en sus mejores tiempos y, dicen los expertos, que lo más grave es que está sostenido en una deuda interna colosal que algún día reventará salpicándolos a todos. Yo quería, y mucho, venir a Caracas para ver las cosas por mí mismo. Y aunque lo que vi no me gustó, también me desagradó, y más, contemplarlo en contraste con lo que vivo todos los días, con mi propio descreimiento de la política, tal y como la vivimos hoy y como la entienden hoy los políticos.
En Venezuela, por eso, las paradojas abundan. Nada parece funcionar. No al menos como funcionan las cosas en el mundo neoliberal: las cajeras te sonríen, los productos se intercambian sin ton ni son, todos queremos ser felices. Los venezolanos parecen decirte a gritos que no quieren ser felices, pero que tampoco saben qué demonios quieren.
He allí, a mi parecer, el verdadero dilema. Si uno viajaba a los países del Este, al menos la propaganda –y muchos seguidores, obviamente– te hacían creer que había esperanza, que había futuro. Que todo ese esfuerzo era para algo.
Ir a Venezuela hoy no tiene sentido porque han descubierto la paradoja central del siglo XXI: la revolución no tiene sentido porque no tenemos futuro alguno. Allá y aquí. Porque en nuestras incipientes democracias –en la nuestra que vive en pañales y que es en realidad una partidocracia– hemos padecido el mismo nihilismo, la misma decepción.
Y la verdad, ay, cómo duele.
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