Renuncio

Renuncié hace unos días a mi columna de los domingos en el diario La Nación, de Argentina, y renuncio hoy a mi columna de los viernes en El País, de España. Noventa columnas y dos años de trabajo en La Nación; ciento veinte columnas y tres años en El País. Aprendí mucho de ambos periódicos. Aprendí, sobre todo, que solamente me puedo divertir en un medio sin publicidad, y que solamente puedo dormir los viernes —de un tirón, sin telefonazos intempestivos— en un medio sin ideología.

I.

Cuando me llamaron del diario El País para hacer una columna los viernes en el EP3, aquel era un suplemento de 16 páginas y mi extensión límite de cuatrocientas palabras. Aquello fue en marzo de 2008. Todavía no despuntaba en Europa la crisis y las empresas aún invertían muchísimo en publicidad. A los seis meses entró un pie de página justo debajo de mi columna y adiós mis cuatrocientas palabras. Mi límite fue de trecientas veinte.

Entonces llegó la crisis. Pensé:

—A ver si ahora, sin tanto auspiciante, vuelvo a mi tamaño original.

No. Le quitaron un pliego al suplemento para abaratar costes. Más tarde la crisis arreció, y adiós otro pliego. Mi última entrega, que ocurrirá mañana, son escasísimas doscientas cuarenta palabras en un suplemento de ocho páginas. ¿Saben ustedes cuántas son doscientas cuarenta palabras? Lo que acabo de escribir ahora, en estos cinco minutos. El próximo punto y aparte será igual a mis columnas de El País.

Se me podrá decir que tengo suerte, porque al final del camino cobré lo mismo por hacer la mitad del trabajo, pero ése es justamente el pensamiento rácano del periodismo actual. Mejor sería pensar: ¿tiene sentido que un tipo que escribe tenga que expresarse conforme avance o retroceda la publicidad? Por lo menos no se trata de censura ideológica, es verdad, pero la decepción interna es idéntica.

No puede ser posible que cuando las cosas le van muy bien a las empresas tengas que escribir menos —porque entra publicidad— y cuando las cosas le van mal a las empresas tengas que escribir menos —porque le quitan páginas al diario. ¿Qué tiene que pasar, económicamente hablando, para que los lectores leamos en paz (o para que los periodistas escribamos en paz) un texto de mil palabras?

En La Nación de Argentina, en cambio, nunca me recortaron las seiscientas palabras de mi columna dominical. Allí el límite sí era más bien ideológico. No utilizar groserías, que todo lo dicho sea una verdad contrastada, respetar a la institución eclesiástica y no escandalizar a los lectores habituales del periódico. Unas cláusulas complicadas para quien escribe, más por limitación que por estilismo, enormes boludeces y mentiras grandes como un caballo.

Cada vez que enviaba una columna incorrecta a La Nación, sonaba el teléfono de casa. Es horrible cuando te corrigen desde un país donde hay cinco horas de diferencia horaria, porque el llamado fatal ocurre, casi siempre, a las dos de la madrugada.

—Hola Hernán, disculpame la hora pero estamos cerrando —me decían.

—No, todo bien, decime —contestaba yo con la voz seca y el lado izquierdo de la cara con marcas de almohadón.

—Estábamos editando tu columna y nos saltó una duda. ¿Qué querés decir, exactamente, en el párrafo sobre Ratzinger?

—En qué parte.

—Donde ponés que a “Ratzinger le gusta que le metan una lámpara de pie en el ojete”… ¿Está contrastada esa información?

—No. Es una sospecha que tengo.

—Pero es muy delicado decirlo sin un sustento. Es una información muy fuerte.

—No es una información, es un chiste. ¿Querés sacar ‘ojete’ y poner ‘ano’? Por mí todo bien, no soy quisiquilloso.

—Me preocupa más la expresión ‘lámpara de pie’… A nuestros lectores no les gustan esas referencias lumínicas hacia la Iglesia Católica.

Entonces yo me levantaba, iba a la máquina y empezaba a quitar chistes y pensamientos trasnochados hasta que quedaba una columna más decente. También menos mía, es verdad. Pero mucho más decente.

Si tengo que ser sincero, en estos dos años me molestaron más los recortes de El País que los de La Nación. El diario argentino me limitaba en base a un convencimiento moral o, por decirlo de algún modo, por respeto a un libro de estilo interno y a una tipología de lector. El diario español no. Los recortes de El País de los últimos años —y el de casi todos los periódicos de este lado del charco— se basan en el impulso económico de abaratar costes y de pensar, cada vez menos, en sus lectores.

II.

Y ya que estamos en el tren, aviso por este medio a Random House Mondadori que también renuncio a sacar nuevos libros con la Editorial Sudamericana de Argentina, o con Editorial Grijalbo en México. Por contrapartida, no tengo más que agradecimientos con Plaza & Janés de España. Pero como vengo embalado tampoco publicaré más allí.

No quiero saber más nada con Grijalbo porque en 2006 editó una versión de “Más respeto que soy tu madre” cambiando frases completas del libro sin consultarme. (Ya una vez lo conté en este blog.) De repente, mi personaje Zacarías Bertotti no era hincha fanático de Racing, sino del América de México. Y sin consultarme tampoco, Grijalbo le puso a ese mismo libro una portada espantosa y una tipografía horrenda. Y sin consultarme, catalogó a mi novela como de “autoayuda”. No quiero saber más nada con Grijalbo porque nunca supe si habían vendido un ejemplar. No me lo dijeron jamás, ni telefónicamente, ni por la vía habitual de depositarme la guita en el banco. No tengo datos al respecto.

Y no quiero tener más relación con Editorial Sudamericana porque estoy podrido de contestar mails de los lectores argentinos diciendo que mis libros siempre están agotados, o que no los pueden encontrar. Caminé muchas veces por Buenos Aires y lo comprobé. Distribución espantosa, marketing desganado, mucha desidia. Si no hubiera sido por los benditos .pdf de cada libro, que aparecen putuales en Orsai, en mi país de origen no me lee ni el gato.

La última vez que estuve en Buenos Aires (no fue hace mucho) el director de Sudamericana me dijo, como al pasar, que solamente se habían vendido 975 ejemplares de mi primer libro de bolsillo en Argentina. Me dio una grandísima vergüenza en retrospectiva. Por suerte no supe aquello en 2005 —pensé— cuando salió aquel libro, porque me retiraba para siempre del circuito de las letras.

Sin embargo, un par de semanas después me encontré en el Skype con Andrés Monferrand, un gran amigo y un buen librero mercedino.

—En Mercedes tus libros se venden como bizcochitos —me dijo feliz—. Tengo una lista de cuánto vendí en la librería, año por año.

Y me adjuntó esas cifras. De aquel primer libro de bolsillo, Andrés había vendido en mi ciudad natal 650 ejemplares. Qué extraño, pensé, recordando la cifra total de ventas en Argentina según Sudamericana. Qué extraño. En una de las tres librerías de mi ciudad casi se habían vendido todos los ejemplares del país. O Andrés me mentía, o me mentía la Editorial.

Yo creo que Andrés exageraba.

III.

La revista que estamos haciendo con el Chiri es, sobre todo, ganas enormes de volver a leer largo y tendido, y de que cada colaborador escriba hasta que se le antoje. Queremos tener en las manos un papel que no te venda nada, ni explícito ni subliminal. Regresar a la crónica periodística y a la ilustración de calidad, y que las fotos te cuenten una historia, y que cada línea y cada desglose esté hecho por personas apasionadas, y no por burócratas, pasantes, acomodados y becarios.

En Francia hay un precedente. El periodista Patrick de Saint-Exupéry trabajaba en Le Figaro y, según él, no soportaba ajustar sus artículos a un número limitado de líneas. Entronces creó la revista XXI, en enero de 2008, respondiendo justamente a eso. Reivindicaba el periodismo de investigación, el mismo que la prensa tradicional está perdiendo a causa de Internet. O, en realidad, por querer parecerse a Internet.

Yo me compré unos números de la XXI, y está muy bien, a pesar de ser demasiado seria. Pero algo no me gustó. La suscripción anual sale 60 euros en Francia, 70 euros en Latinoamérica y 80 euros en África. ¿En África, incluso en la zona africana que habla francés, la revista sale más cara que en el resto del mundo? Algo está funcionando mal.

Nosotros estamos armando una revista que, encuadernadita y con olor a tinta fresca, llegará sin falta a los países que hablan nuestro idioma. A todos esos países, quiero decir, no únicamente a España, México y Argentina. A todos. Queremos que la revista llegue a cada sitio donde haya alguien que quiera leer con serenidad, y que tenga un precio razonable para ese sitio. No importa si ese sitio se llama Madrid o se llama Cochabamba. Tiene que costar, en cada región, lo que cuesta un libro de tapa blanda. O es así, o no es.

Y va a ser así, incluso a pérdida.

El mayor de nuestros objetivos, el que más ganas nos dará cumplir el uno de enero, es que la revista Orsai llegue a Cuba con un precio de tapa de 4 pesos cubanos, gastos de envío incluido. La misma que en Barcelona costará 20 euros y en el resto de Latinoamérica valdrá 11 dólares. La misma. Nuestro objetivo es demostrar que si nadie lo hizo todavía, no fue por imposible.

Estamos organizando una estructura de distribución en donde ustedes, los cientos de lectores que llenaron de comentarios el texto anterior, tienen muchísimo que ver. Una red entre los lectores y los libreros como Andrés Monferrand en Mercedes, o como el propio Chiri en Luján. Los libreros amigos. A ellos tenemos que empezar ya mismo a decirles que estén atentos a este blog la semana que viene. Y que saquen con tiempo una cuenta en PayPal, porque empezarán a hacer buenos negocios. Para empezar, la cosa es con ellos. Con los libreros. Y a los libreros los tienen que informar ustedes.

Pero basta, basta, ya estoy adelantando más de lo que puedo, y hoy me senté a escribir sobre otra cosa. Sobre La Nación, sobre y El País, y sobre Random House… Hoy tenía ganas de escribir sobre renuncias y portazos.

En este sencillo acto, entonces, y ante la aterradora mirada de Cristina, mi mujer, que es catalana y no entiende de gestas y epopeyas, renuncio a todo lo molesto y a todo lo incordioso y a todo lo burocrático y a todo lo extremadamente sigloveinte de mi oficio. Le digo chau, feliz de la vida y sin rencor, a los intermediarios que me obstaculizan la charla con los lectores. Chau publicidad, que te recorta la palabra; hasta nunca burocracia, que te distribuye mal y pronto; adiós y buena suerte ideología, que te despierta por la noche.

—También dile adiós a la seguridad social y a que nos entre un duro en el banco —me interrumpe Cristina—, saluda de nuestra parte a la universidad de la Nina, despídete de comprarnos una casa y dejar de ser inquilinos, dile adiós a hacerte el tratamiento de conducto cuando se te caigan los dientes de tanto cenar las sobras… Que lo sepas, que yo cojo una maleta y me marcho, si sigues con esa idea de Cuba a cuatro pesos. ¿Qué se te ha perdido a ti en Cuba? Tú y el imbécil de tu amigo. Que desde que llegó os creéis Batman y Robin…

—¡Silencio, mujer! ¡Con tus gritos nadie puede ser anarquista en esta casa!


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