¿BUENAS? ¿SE ENCUENTRA DIOS?
-Ah bueno, yo quería hablar con Dios…
-¿De dónde nos llama?
-Eeeehhh… de mi casa.
-¿Planeta?
-Tierra. Estoy en la Tierra. En un país que se llama Venezuela, muy bonito él. Queda en…
-Señor, sé dónde queda Venezuela. Recibimos muchas llamadas de allá.
-¿Entonces? ¿Me va a comunicar con Dios o no?
-El jefe no puede atenderle en este momento, ¿le puedo ayudar yo en algo?
-Pues… no sé…yo tengo muchas quejas…
-Ya le dije que llamó usted al departamento de quejas intrascendentes, le comunicaron a esta extensión, por lo que entiendo que tiene una queja. Una intrascendente. ¿O me equivoco?
-No sé si será intrascendente. Para mí no es intrascendente. No sé por qué me comunicaron a ese departamento. Además, yo quiero hablar es con Dios. Lo dije a la primera señorita que me atendió. ¿Me lo van a pasar o no?
-Dígame su queja.
-¡Ah pues! ¿Usted está viendo? ¡Esa precisamente es mi queja! ¡Que desde que nací todo el mundo me hace esperar, me pone de lado, me trata como un ciudadano de segunda clase! Mi esposa se tarda horas arreglándose… espero. Mi jefe me dice que llegue temprano al trabajo para reunirse conmigo, y él llega tres horas después. Y yo espero. Mi hijo que lo pase buscando por la miniteca a las doce. Y sale a las 2 de la mañana. Y yo espero. ¡Estoy harto de esperar! ¿Aló? ¿Señorita? ¿Señorita? ¿Me puso en espera? ¡Nooooooooo!
Cuando yo era chiquita, me imaginaba que el cielo era más o menos así. Un sitio con el que uno se podía comunicar con el propio, hablar con Dios y contarle esos problemas de uno, grandes, chiquitos o medianos. Claro, yo rezaba y eso. Pero no, no me bastaba. Yo quería una respuesta así como inmediata para todas mis angustias: desde que no encuentro la cadenita que se me perdió, hasta que raspé el examen de biología y mi mamá no sabe nada o …tengo un atraso.
Pasaron los años, la escuela de Artes de la UCV, matrimonios, divorcios, hijos, kilos, y obviamente mi concepto sobre la religión, el cielo y la tierra cambiaron. Sin embargo, debo reconocer que, en el fondo, siempre esperé de Dios una varita mágica, una respuesta concreta, una pastillita que me resolviera la vida en forma de milagro. “Ay Dios mío, que me den el trabajo, te lo ruego”. “Dios, que ese quiste de mi mamá no sea nada”. “Dios, que el tipo termine con la mujer”. “Que no me roben el carro si lo dejo aquí”. “Que no me agarre cola, diosito, por favor”. “Que a mi papá no lo atraquen en la puerta el edificio ahora que no hay vigilante”. “Que mi hermano consiga novia”. En fin, una lista de peticiones que más se parecía a una de mercado que a otra cosa. Llegué incluso a molestarme con Dios y a quitarle el habla si las cosas no me salían como yo quería, y como se lo había suplicado. “Pide y se te dará”, dicen. Y yo pedía y pedía. Y aunque algunas cosas se me daban, otras por más que pidiera, nanai nanai.
Una mañana me dijeron que mi bebé no nacido tenía un quiste en el corazón. Nada grave pero habría que operarlo al nacer. Me imaginé a mi bebé chiquitico lleno de tubos y cables y agarré una rabia enorme. Guardé la Biblia Latinoamericana que tenía en mi mesita de noche, y no recé más nunca.
Poco a poco se me pasó la rabia. Entendí que Dios tenía que estar muy ocupado en otros asuntos. Vivimos en un planeta lleno de hambre, miseria, guerras, enfermedades espantosas, castración femenina, secuestros, robos, asesinatos, corrupción y muerte. Y eso para no hablar de la envidia, la lujuria, la gula y los otros pecados capitales que no recuerdo. En fin, que en un mundo así, con el pobre Dios congestionado, abollado de tantos problemas, y encima un universo entero del cual ocuparse, ¿qué va a estar pendiente ese Señor de un quistecito en un corazón de un bebé que ni siquiera ha nacido? Y más allá, ¿cómo va a estar pendiente Dios de que uno no pierda el trabajo, o una cita, o una muela, o un marido? Da como pena pedirle a ese Señor tan ocupado algo tan materialista, banal y efímero como “ayúdame a conseguir apartamento”. Por ejemplo. Da como pena involucrarlo en asuntos tan cotidianos, tan chiquiticos. “Dios, por favor, que no sea nada lo de mi bebé”… y me imagino a Dios contestando, o diciéndose a sí mismo… “Ya lo llevaste al cardiólogo, al neonatólogo, al ultrasonidista… y todos te dijeron que no era nada grave. Entonces, ¿Para qué vienes a jorobarme la paciencia? ¿No sabes que hay armas nucleares en Irán? ¿Has oído hablar de la franja de Gaza? ¿De Osama Bin Laden? ¿De Al Qaeda? ¿Del SIDA?”. Definitivamente, da pena. Pero los religiosos insisten: “Pide y se te dará”. Y uno que es tan reduccionista, tan literal, va y pide. Y de pronto uno siente que es que las líneas están ocupadas, o que el Jefe está medio sordo, o que uno no es tan importante para él… qué sé yo. El hecho es que pensar que hay un “Dios” que te va a resolver la vida, puede ser tan sabroso como frustrante. De pronto como que me gusta más aquello de “Ayúdate que yo te ayudaré”.
Mi hijo nació. A los quince días hubo que hacerle un ecocardiograma. Estaba perfecto, su corazón. El quiste había desaparecido. “Es normal”, me dijo el médico. “En los embriones en formación a veces ocurren estas cosas”. Pero qué va. A mí ninguna explicación científica me va a quitar de la boca este sabor a milagro.
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