De cuerda y de corazón, he aquí un larense cabal. Un venezolano de los que ya quisiéramos llenar un vagón. Oírlo, cuando calla para expresar y cuando dice para contar, es un privilegio. En estas páginas, la escueta reproducción de sus meditaciones.
Incluso con amortiguadores de estreno, llegar a La Candelaria exige paciencia, aguante físico, un mapa de carreteras y buena dotación de agua potable, preferiblemente refrigerada. Muchas condiciones para el errante que, finalmente, sólo encontrará un grupo de casas sostenidas por una voluntad que no es de este mundo, en medio de un desierto. Eso, un desierto. Un erial que los jóvenes abandonaron, agobiados de tanto hozar la tierra sin que de ésta brotara agua ni para colmar un pocillo. Estamos hablando de un lugar donde los chivos balan enloquecidos porque la generación anterior arrasó con la última hoja disponible. Un lugar abandonado hasta por los fantasmas porque los escasos cristianos que aún persisten en su ocupación están, lo que se dice, curados de espanto, curados de soledad, curados de lejanía. Un lugar incomprensible, arcilloso, demorado, abatido de sol y otros picores. El lugar, pues, donde nació Alirio Díaz y al que vuelve cuando la mucha Roma, el constante Edimburgo y la excesiva Viena, lo devuelven a la playa de sus orígenes.
Allí, en una casa levantada con un gajo desprendido de la misma musculatura del suelo, nació, el 12 de noviembre de 1923, este hombre al que podemos referirnos con toda comodidad como un genio venezolano, un guitarrista del mundo y un maestro donde los haya. La Candelaria es tan mínima, tan igual a las motas de polvo que flotan en su atmósfera, tan escuchimizada en medio de la amplitud larense, que sus pobladores y sus vecinos la aluden llamándola La Canducha. Un nombre de andar por casa para un caserío que nadie anda. Pero ahí está, puesto en el mapa por el azar de un alumbramiento prodigioso, que no otra es la circunstancia que produjera un artista de la alzada de Alirio Díaz; autor, por si fuera poco, de la historia de este lugar: Al divisar el humo de la aldea nativa, un texto que debe leerse desde el momento en que apareciera su rapsoda, que es su coartada y su héroe, el modelo en que vagamente se inspira el busto que adorna su pequeña y solitaria plazoleta.
Los dedos de Alirio Díaz, si es que lo has visto sentado en un escenario, se arriman a la guitarra con el gesto invertebrado de las algas al batirse contra las piedras. Con excepción de este milagro, todo en él corresponde a la traza de un campesino venezolano, un lugareño del Lara más recóndito donde se echan a faltar los señoritos. Uno de tantos, tan parecidos. Eso hasta que se planta en el escenario del repertorio lírico más linajudo; hasta que acuna la guitarra y saca de ella, de una gargantada, esa exultante emoción estética que vibra en la música venezolana cuando pacta con un virtuoso; o hasta que ofrece un taburete al visitante y dice ajá. Y dice qué es lo que querías saber. Al final de la conversación, cuando se despide en el epicentro de una polvareda, uno empieza a sospechar qué era lo que quería saber y para qué llegó hasta ahí cuando uno no es un beduino.
Vengo de un hogar —dice— de campesinos larenses. Mi padre había nacido en Carora, en 1885, y tendría unos 18 años cuando se fue para el campo, seguramente huyendo de la guerra civil. Fue así como se estableció en La Candelaria, caserío ubicado a 30 kilómetros de Carora. En la Candelaria vivía un general retirado de las guerras civiles, quien lo contrató como dependiente de su negocio de pulpería y como arriero de conuco. Allí conoció a mi madre, se casaron y tuvieron numerosa prole: tres mujeres y ocho varones. En ese lugar transcurrió mi infancia, sembrando maíz y papa; y cuidando chivos y puercos. Obviamente no había una escuela allí. Un tío mío me enseñó las primeras letras, a leer y escribir. En esa época, por lo general, el magisterio de las aldeas lo desempeñaba un miembro de la familia; y también había gente que se dedicaba a la enseñanza rural, deambulando por los caseríos y llevando las luces de las letras por ahí. Sin embargo, en ese mundo, apartado y deprimido, había gente letrada; así como había unos que sabían leer pero no escribir y otros que leían pero no sabían firmar. Se daba ese fenómeno de gente analfabeta a medias que coincidía con la presencia de apasionados lectores. Allí llegaban algunos periódicos, de Carora, de Barquisimeto y de Caracas, que eran leídos con fervor por los pocos alfabetizados. Mi abuelo materno, a quien no conocí, era uno de ellos; un hombre culto, sin duda. Todavía conservo un par de libros que heredé de él, incluido el Método de Guitarra de Fernando Carulli, y la Divina Comedia de Dante. Siendo, pues, un niño, yo recitaba tercetos de la Divina Comedia y del Marqués de Santillana, eso me sostenía, calmaba mi inmensa necesidad de formación y cultura, ahogada en aquel lugar carente de estímulos... hasta que tuve 16 años y salí huyendo del hogar paterno y de la dureza del trabajo en el campo.
Hasta esa edad, usted había ido formándose a saltos, con lo que hubiera, pero estaba, sin embargo, alfabetizado e incluso se había iniciado en el cuatro.
No sólo eso. A los 16 años ya había escrito la historia de la Candelaria. Una cosa infantil, escrita a mano con letra de molde. Me movía un gran deseo de saber, de averiguar lo que había sucedido en mi aldea hasta ese día en que yo escribía su historia. Obtuve la información preguntándole a los viejos, buscando datos con respecto a la construcción de la iglesia, por ejemplo, de la primera casa de tejas, la primera de ladrillos. La mayoría de las casas, que eran de bahareque, tenían pisos de tierra y eso me interesaba mucho, quise saber cómo fue el paso de los techos de palma, elaborados con fibra de cardón, a los de teja. Así empecé a investigar, por suerte, en muchos de los techos estaba inscrita la fecha de construcción de las casas.
A los 16 años, entonces, usted siente el apremio por alejarse de su padre, ¿qué era lo que impulsaba este anhelo?
Mi padre era un hombre muy rígido y el criterio que orientaba la crianza de sus hijos era muy duro. Tremendo, en verdad. Mi padre era un hombre muy poco afectuoso —por decirlo de alguna manera— claro que sus métodos correspondían a la mentalidad de la época y lo más probable es que él mismo hubiera sido levantado con aquella... falta de ternura. Por otra parte, aunque era casi analfabeta, tenía una cultura, una forma muy propia de ver la vida. Pasados muchos años he leído cartas suyas y me he sorprendido por lo bien escritas que están, por el tipo de consejos que me daba; se ve que tenía sus ideas muy claras y que se atenía a la ética de esa época: era muy riguroso con sus hijas, muy celoso, diría yo; y se mantenía vigilante ante los vicios que pudiéramos adquirir los varones. Ante cualquier desliz se ponía muy agresivo y nos imponía castigos físicos muy severos. Si decíamos una mala palabra —de carajo para arriba— cogía el rejo y nos daba. Sus reprimendas consistían en castigos físicos de gran dureza, por lo que muchas veces, para librarme, yo salía huyendo como un conejo por los montes y pasaba a veces todo el día y parte de la noche sin volver a la casa, sin comer, como un cimarrón. Eso sin contar que estaba obligado a realizar cada día una intensa jornada laboral que consistía en cuidar a los animales —las gallinas y los puercos-, arar la tierra, echar pico, pala, escarbar. Un día no pude más y decidí escapar de todo aquello.
¿Qué pasó ese día?
Ese día me despertaron los gallos a las tres de la mañana. Yo tenía todo planeado desde la víspera. Sabía que no me quedaba otra opción. Mis hermanos habían hecho lo mismo, sólo que ellos no tomaron los caminos de Carora sino la ruta del Zulia, la ruta del petróleo. Pero yo no quería petróleo, yo quería cultura, educación. Así que desperté en el corredor de mi casa y cogí la caja de cartón amarrada con una cabuya donde había metido todos mis macundales y salí caminando hacia Carora. En esa caja llevaba algunos libros, folletos de los que repartían los comerciantes una vez al año, que traían almanaques, cuentos, chistes, chascarrillos, enigmas, crucigramas, frases de los grandes filósofos, notas metereológicas, anécdotas históricas, fotografías. Hubo uno que trajo un mapa de Europa, bellísimo, donde cada país aparecía en un color y con sus respectivas capitales y número de población. Todo eso me lo aprendía yo de memoria. Y llevaba también alguna ropa y mis alpargatas nuevas. Con ese avío me eché al camino: 30 kilómetros hasta Carora. No llevaba un centavo.
¿Conocía usted el camino?
Lo había hecho muy pocas veces. Cuando mi padre me mandaba a Carora a comprar las píldoras del Doctor Ross. Hacía el camino de ida y vuelta en el mismo día: 60 kilómetros a pie, sin agua. Me tardaba cinco horas caminando. Ese día, el de mi huida, llegué a eso de las nueve de la mañana, hambriento, con los pies ardidos.
¿Sabía usted en ese momento que estaba dotado de un talento especial, que estaba hecho para otro destino?
Pues no. No lo sabía. Lo que me impulsaba entonces era el imán caroreño porque en esa ciudad había fascinante, que me atraía con una fuerza extraordinaria y de la que tenía noticia a través de los periódicos y de los visitantes que iban por La Candelaria en las fiestas patronales o en navidades. o a llevar serenatas. En esas ocasiones había un despliegue de recitaciones poéticas, de canciones, de discursos, de improvisaciones, que revelaba que Carora tenía un ambiente extraordinario en cuanto a cultura.
Al llegar a Carora encuentra usted a don Cecilio Zubillaga Perera.
Sabía de él a través de los periódicos. Hay que decir que yo llegué a Carora, a mi dieciséis años con tercer grado de educación primaria apenas pero contaba con una memoria excepcional. Tuve la suerte de encontrarme a don Cecilio Zubillaga y recibir de él ese estímulo que le brindaba a los jóvenes. Pero antes de eso, el día de mi llegada a Carora fui recibido por un hermano mío que vivía allí, trabajando como tipógrafo. Yo había leído en el periódico que el gobierno estaba dando becas a los hijos de familias pobres. Así que al día siguiente me fui a Barquisimeto con la intención de ganarme una de esas becas. Llegué a las puertas de la Gobernación y pedí hablar con el presidente del estado, Honorio Sigala. Imagínate, yo, un campesino que no sabía ni hablar. Hoy no hay audiencia, me dijeron, venga dentro de una semana. Y cómo si yo no tenía un centavo. Regresé a Carora aplastado.
¿Qué idea tenía de su propio futuro?
Tenía una única obsesión: ir al colegio. Llego a Carora y me encuentro con esa escuela maravillosa. Tuve esa fortuna, me encontré con unos grandes maestros, los primeros normalistas que tenía Venezuela, en esa época, en 1939. Al terminar el sexto grado acudí a don Cecilio, mi padre espiritual, quien me había oído tocar la guitarra en su casa. Hasta ese momento yo trabajaba como portero del cine Salamanca. Le comuniqué a don Cecilio mis planes de seguir estudios de secundaria en Barquisimeto. Y él me dijo: «no vayas a hacer eso. Eso es un absurdo. Tú tienes que convertirte en un gran artista. Te vas a ir a Trujillo a estudiar música». Y me dio una carta para Laudelino Mejías, director de la banda de Trujillo. En ese momento nací para el mundo de la música clásica. Don Cecilio decretó mi destino.
Laudelino Mejías era maestro de armonía, teoría y solfeo. Un gran creador y maestro por excelencia. Para sostenerme esos años aprendí la profesión de tipógrafo y entré a trabajar en la Imprenta del Estado, con un empleo de ocho horas diarias. No sé de dónde sacaba tiempo para estudiar música pero me las arreglé y logré aprender saxofón y clarinete, con lo que el maestro Laudelino Mejías como saxofonista de la banda del estado; un trabajo más suave que me permitió estudiar la guitarra. Trujillo fue una universidad para mí porque allí aprendí también inglés y mecanografía, herramientas para alzar vuelo a Caracas.
Llega a Caracas en septiembre del año 45.
No veía la hora de irme. En todo ese tiempo el maestro Laudelino insistía en que debía quedarme en Trujillo hasta que estuviera preparado. Me decía: «espérate. Yo sé cuando tienes que irte, para que estudies y llegues a ser lo que yo quisiera que fueras, lo que yo estoy seguro que tú vas a ser. Y ese momento llegó en el año 45. Entonces comencé estudios formales con Raúl Borges. Cuando éste me oyó tocar vio que tenía habilidades y señaló que debía corregir algunos detalles. Yo tocaba la guitarra de oído solamente; había compuesto incluso una pieza y cantaba en la radio de Trujillo».
¿Ya tenía una guitarra?
Un hermano mío me había regalado una guitarra que todavía tengo por allí. Ahora tengo seis guitarras de concierto: una, alemana, que es exactamente igual a la que tenía mi maestro Andrés Segovia; y otras, de autores italianos y españoles, no muy conocidos, pero que también son muy notables. También tengo una Yamaha, que me la regalaron en un viaje que hice al Japón.
Borges lo forma como guitarrista.
Totalmente. Cuando me fui a España a perfeccionarme ya llevaba una formación completa. En España observaron que yo tenía una técnica sin mácula, buena inspiración y dominio del instrumento.
En 1950 llega a España.
Con una beca del Ministerio de Educación Nacional. Al llegar allí me enteré de que Segovia daba cursos de guitarra en Siena, Italia, y sin pensarlo dos veces tomé un tren y fui buscarlo. Andrés Segovia incidió en la parte expresiva de mi ejecución. Yo había llegado con una técnica y un repertorio que no tenía ningún guitarrista europeo en ese momento. En esa época la guitarra europea atravesaba una crisis, apenas habían pasado cinco años del final de la Segunda Guerra Mundial, había escombros todavía en Italia. Cuando yo llego a Siena, en el año 51, o sea al año siguiente de Segovia haber fundado su cátedra de guitarra en esa ciudad, habíamos solamente cinco guitarristas; un curso que debía haber atraído centenares de guitarristas, tenía apenas cinco, y el mejor, modestia aparte, se llamaba Alirio Díaz, porque yo era el más viejo de todos, tenía más técnica, más repertorio, tenía una cantidad de obras que no las tocaba nadie, después de Segovia, sólo Alirio Díaz. Esto llamó la atención del maestro porque, además, yo imitaba su estilo desde los días en que estudiaba en Caracas y compraba sus discos para copiarlo. Ahí empezó mi carrera definitiva. A los tres años de estar con Segovia ya fui su asistente, el sustituto de los cursos del más grande guitarrista del mundo. Así comencé a dar conciertos en los grandes escenarios europeos.
Segovia, me abrió las puertas del mundo. Entonces tomé conciencia de lo que tenía, de mi propio talento y de mis capacidades; de paso, encontré mi personalidad como concertista.
¿Cree usted que esas capacidades le vienen al artista desde su nacimiento?
Es una mezcla. Uno nace con un talento, pero en mi caso contribuyó mucho el hecho de que yo nací en La Candelaria, donde la música era el pan espiritual de cada día. En cada casa había un instrumento, un cuatro, un violín, una guitarra, una bandolín, unas maracas, un tambor. Era un pueblito de 400 habitantes lleno de música; y frecuentemente las noches nos reuníamos para tocar, cantar, bailar, y los fines de semana siempre bailes y serenatas. Todo eso estaba ya dentro de mi, unido a un aspecto claramente genético porque mi padre era un gran cuatrista, todo el mundo en mi familia tocaba y bailaba muy bien. Mi abuelo había sido guitarrista y violinista, mi bisabuelo era un gran cantor de velorios, que cantaba salves en los campos. Y luego, hay un entorno nacional de música: yo he estado impregnado de lo que se tocaba en las bandas, los valses, merengues, joropos, del sonido del arpa, de la bandola, de todas esas cosas nuestras. Hay una repercusión, sin duda, en toda la personalidad, a largo andar, y es un impacto que va evolucionando, se va purificando, se va haciendo más exigente, más puro, más noble. Y eso persiste a lo largo de la vida.
Usted se instala en Italia e inicia una vida de viajero.
Por todo el mundo viajé, por los cinco continentes. Dos veces estuve en Australia, lo mismo que en el Japón. Entiéndase que mi carrera comienza muy tarde, hay que tener cuidado de eso: mi primer concierto de guitarra fue en 1950, tenía Alirio Díaz, pobrecito, 27 años, cuando en otros instrumentos a los once o quince años ya están fogueados. Quizá si hubiera sido más joven me habrían resultado menos arduas aquella travesías interminables. Piensa que para ir de
Roma hasta Sidney, son 30 horas de vuelo. Eso es la muerte. Llegaba extenuado, como convaleciente de una grave enfermedad. Necesitaba por lo menos una semana para reponerme, porque estaba cansado y no quería sino estar en la cama. Pero, por otro lado, tenía enormes satisfacciones. Una de las principales era el hecho de que mi nombre iba por el mundo aliado al de mi país. Yo divulgué la música venezolana; creo que fui el primer músico venezolano que difundió nuestra música, tanto así que hoy en día la música venezolana en guitarra, se toca en todo el mundo. Lauro, Sojo, Carreño, las cosas que yo he arreglado de música popular venezolana circulan por el mundo porque está publicado, está grabado y lo enseñan en los cursos.
Ahora usted está instalado en Venezuela; específicamente en sus casas de Carora y La Candelaria.
De alguna manera, siempre estoy en Europa, en el sentido de que traje mis cachachás para acá, pero vivo allí seis meses al año por mis compromisos de trabajo. Tengo conciertos, seminarios y participo como jurado de concursos. Yo fundé uno de los concursos de guitarra más importantes del mundo, en Italia, para estimular jóvenes, hace ya 30 años. Y, por otra parte, he tenido la fortuna de que a mí se me ha reconocido en mi país. He sido muy generoso, en todas partes he dado y también he sabido lo que me ha sido dado. Debo ser un hombre con suerte.
¿Se concibe, entonces, como un hombre de dos mundos?
Dos mundos no, yo soy hombre de un solo mundo: Europa y América Latina. La síntesis la he hecho en la música.
Ya de vuelta de tantas cosas ¿qué piensa del cuatro?
El cuatro fue mi primer instrumento. Y ojalá todos los venezolanos pudieran decir lo mismo; ojalá cada niño venezolano compartiera sus juegos con esa práctica. El cuatro es un gran instrumento porque empieza a desarrollar el sentido rítmico o el sentido armónico, o sea de los acordes, los tonos. Y luego, todas las consecuencias que hay alrededor de eso, las disonancias, las modulaciones, toda esa complejidad, que pertenece al mundo académico, pero que también existe en el mundo del instinto. Yo tuve la gran fortuna de haber empezado mis primeros ejercicios con el cuatro que es, en realidad, una guitarra sin los bajos, sin las dos cuerdas graves; lo demás es exactamente igual, las posiciones, los tonos, todos los trastes donde se van a pisar las cuerdas. Hoy en día se ha ido desarrollando el cuatro de una manera extraordinaria, ahora hay unos cuatristas asombrosos, que son unos Paganini, unos Chopin del cuatro, tocando maravillas. Realmente está en un momento de gran esplendor ese instrumento.
No hay forma de dejar pasar el hecho de que sus manos son, no sé, curiosas, distintas. De alguna manera parecen independientes del resto de su cuerpo.
Bueno, ya se sabe que en la mano está escrita la suerte, el destino de un concertista. Me refiero a que la guitarra exige ciertas cualidades físicas, como son los dedos largos y flexibles. No gordos, no gruesos. Tienen que ser afilados y las uñas pueden crear problemas si tienen poco calcio. La actual conformación de mi mano me la ha labrado el ejercicio, pero sólo en parte, hay que tener una base, una estructura física de partida que no sólo implica a la mano. Todo el cuerpo se compromete al tocar una guitarra y esto exige una determinada sensibilidad —me refiero a una sensibilidad corporal—, un tipo de cerebro, creo yo, porque las manos, el cuerpo todo, tienen que disponerse para extraer del instrumento un sonido que tiene, por fuerza, que ser acariciante. Mi cuerpo acaricia el instrumento y su sonido acaricia a quien lo oye. Es una transferencia corporal, física... si pudiera explicarme. El sonido debe tener un colorido que responde a un efecto estético, artístico, de carácter profundamente emotivo. No hay mediación alguna entre la mano del guitarrista y la cuerda que emitirá el sonido —como sí ocurre con el piano, por ejemplo—, de manera que ese tañido que tú oyes ha salido de mi mano, de mi cuerpo, de mi corazón.
Y la guitarra, ¿qué sabe de todo esto?
Ah, la guitarra, decía el maestro Segovia, es un ser viviente. Ella transmite ese esa corriente de vida y emocionalidad que yo le comunico en un diálogo muy directo, muy íntimo. Yo soy el dueño único de ese mundo sonoro que ella pone a andar a través de mis pulsaciones. Mi guitarra, a lo largo del tiempo, con los conciertos, el trantrán constante, está ya preparada para responder a lo que yo le pido. Puedo tomar otra guitarra y hará casi lo mismo —casi— pero la entrega total sólo la obtengo del instrumento que he hecho a mi imagen y semejanza. Y a cambio, yo tengo que atenderla, cuidarla, mimarla, ella tiene la sonoridad del silencio, o mejor, del susurro. No es el instrumento de los grandes auditorios, no, es incapaz de gritar. Es la señora de la confidencia. Por eso, cuando le imponen la amplificación, le quitan el alma, le confiscan su esencia, la vuelven intrascendente.
¿Y sí tiene algo de femenino?
Yo no podría verla de otra manera. Tiene sus formas, ese cuerpo, y yo soy el hombre que la acaricia. Tiene que haber un pacto entre el entre el intérprete y la guitarra, de comprensión mutua y de mutua protección que se va a reflejar en el .sonido. No puede creerse el intérprete prepotente y que va a sacar de la guitarra lo que ésta no quiere o no puede dar. Tienen que entregarse los dos, como en un acto amoroso. Tiene que darse un intercambio de profunda comprensión emotiva, integrarse uno al otro, de modo de producir ese resultado de trascendencia.
Le dará horror que otro la toque.
Eso no ocurre, nadie más toca la guitarra de Alirio Díaz. Corre la sangre.
La cosa es pasional, me va pareciendo.
Erótica, humana. No tiene nada que ver con los otros instrumentos; no existe nada igual. La guitarra es un instrumento de la noche, de los sonidos nocturnos. Y la guitarra, como la noche, tiene sus guardianes. Yo soy el guardián de mi guitarra.
¿Qué lo atrae a este desierto, a esta desolación de La Candelaria?
Vengo a buscar silencio. Soledad y silencio. El silencio concebido como una forma de relajamiento, de reposo, de quietud. Y no es ese silencio que podría encontrar tapándome los oídos. Es una clase de silencio que se percibe al mirar, como ocurre con esos pájaros que estamos viendo ahora parados sobre la cerca. Vengo a buscar el silencio perfecto que se produce en la hora en que la naturaleza duerme totalmente. Ese momento mágico se da aquí. Las ciudades son la sepultura del silencio. Y yo no puedo darme el lujo de matar mis silencios internos, esos que tanto necesito para mejor apreciar ciertos sonidos. Pero, además, quiero estar solo. Quiero andar por esos campos, visitar los parajes de mi infancia, evocar el pasado y dialogar con él. Necesito ver los pájaros, las lagartijas, los chivos. Vengo aquí por un día, medio día quizá, y me basta, vengo a dormir, en tiempo de lluvia, a amanecer en tiempo de lluvia. Vengo a que me despierten los pájaros que se congregan desde las cuatro de la mañana a cantar, a recibir el día. Vengo a ver cómo se desvanece el silencio de la noche con la llegada del día y cómo se instaura otro tipo de silencio. Vengo a felicitarme por haber nacido en este desierto porque a eso le debo mi sensibilidad y, quién sabe, tantas cosas que están por ahí escondidas que yo incluso no lo sé. Y vengo a partir de octubre, que es cuando comienza el frío en Europa.
¿Encuentra todavía esa inclinación por la música, a la que usted ha aludido, en los larenses?
En todo el país. En el venezolano no es difícil de descubrir esas vocaciones, porque el venezolano es muy músico. Uno de los pueblos más músicos del mundo diría yo. Un pueblo en el que, además, pervive con fuerza enorme una raíz popular de la que nuestros grandes compositores han partido para hacer obras de aliento universal. Con mucha frecuencia constato en los jóvenes venezolanos tiene siempre esas cualidades que son indispensables para llegar a ser un gran músico.
¿Cuáles son esas cualidades?
El oído, perfecto. El sentido del gusto —del buen gusto—, el deseo de mejorar siempre, de evolucionar y de prepararse. Y, algo muy importante, de seguir la tradición. En la actualidad hay un movimiento de guitarristas en Venezuela que son creadores también, cosa que no lo había en mis años, el único con esas características en esa época era Antonio Lauro. Hoy en día tenemos, yo que sé, puede haber seis o siete músicos, compositores, que serán grandes y que están todavía en esa etapa inicial, porque esto toma tiempo, tomará diez, quince años, porque el proceso creativo es una cosa lenta, de madurez, de práctica continua, de dale que dale todos los días, hasta llegar a un verdadero desarrollo. Y eso no ocurre solamente en la música. Pasa con todo: mientras más estés en el banco de trabajo, en el oficio, más rápido va a ser el resultado artístico. Por eso es vital enseñarle al joven venezolano —cuando tiene talento— que este asunto es más de tercos que de genios.
¿Cómo cree usted que deben orientarse las vocaciones juveniles?
La vocación debe estimularse en un marco de trabajo constante, de espíritu de disciplina. Eso es lo fundamental. Cuántos genios se han perdido por falta de voluntad. Y lo otro es el carácter. Un artista, un verdadero artista —yo sé de qué estoy hablando— debe entrenar su capacidad para soportar calamidades, hambre, sacrificios, agotamiento, renuncias de todo orden; debe estar preparado para conocerse a sí mismo y ver en su interior tanto la maravilla como el espanto. El artista tiene que saber lo que tiene por dentro y estar avisado porque puede llevar consigo el horror, mezclado con lo sublime. El artista debe templar su carácter en un trabajo sin tregua. Debe aceptar las críticas; no rechazarlas, comprenderlas, que no es lo mismo. Una crítica negativa puede traer cosas positivas si se la sabe comprender; para eso hay que tener sentido autocrítico. Pero la autocrítica viene con la experiencia, con los años, por eso a un joven no se le puede alabar de buenas a primeras. Decirle a un niño que es un genio puede frenarle un proceso por el que, de todas formas, tendrá que pasar, justamente, halado por el deseo de mejorar
Ahora los jóvenes tienen una cantidad de ventajas con respecto a las condiciones que yo tuve en mi etapa de formación. Cuando yo empecé a estudiar con mi maestro había una cantidad de detalles todavía inciertos, en cuanto a procedimientos técnicos más que todo. La guitarra no era la guitarra de hoy, que ha ganado en cualidades, en calidades. Ahora el instrumento suena mejor, tiene mayor calidad de sonido; ahora se usan las cuerdas de nylon que en esa época no se usaban. Se usaban las cuerdas de acero y algunos usaban cuerdas de tripa. El repertorio no estaba tan accesible como hoy; no había la discografía de la guitarra que hoy está disponible para grandes audiencias. Hay becas y, muy importante, concursos nacionales e internacionales, festivales a los que se invita guitarristas de todo el mundo, lo que ofrece la posibilidad de confrontarse con los otros.
¿Cuándo tiene pensado colgar la guitarra?
En Semana Santa. Muy concretamente el Jueves y el Viernes Santo, los días más amargos para mí porque me los paso rondando la guitarra, contemplándola y pensando cuántas horas faltarán para que termine el luto por la muerte de Cristo. De resto, es imposible. Yo no puedo abandonar la guitarra porque ella está dentro de mí, camina en mis zapatos y respira en mi pecho. Si yo quisiera dejarla no podría porque sería ella la que no me abandonaría. Eso equivale a preguntarme si en todos esos años en Europa yo dejé, por un instante, de ser un ciudadano de La Canducha. Y cómo. Un hombre no puede colgar el alma.
4 comentarios:
Rafael que bueno tu trabajo de verdad,he visto algunas cosas en Orinoquia y ahora dando vueltas consigo tu blog de verdad te felicito...Y coño esta foto que esta abriendo la entrada del Maestro Alirio diaz es pa Cagarse. Soy fotoperiodista en la ciudad de Caracas. Me gustaria poder contactar al maestro Alirio diaz para hacer unas fotos. sera que me pudieras ayudar.Gracias
claro cuando quieras escribeme a mi mail y con gusto te facilito el contacto... saludos y gracias por tu comentario...
Hola Rafa
Este post es de los mejores que he leido en años. Gracias por publicar cosas que nos ubican en la vida de un bofetón.
Saludos
Paul
gracias paul poe tu comentario cuando quieras te llevo a la canducha!!! es magico y demasiado impresionante...
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