A sus 63 años, el ganador del Premio Nacional de Fotografía de 1996 dedica sus energías a la creación y la denuncia a través de imágenes, mientras deposita sus esperanzas en un cambio de Gobierno que le permita vivir libre de preocupaciones
Por: Joanny Oviedo/ Foto: Garcilaso Pumar.
En el momento en el que el fotógrafo abre la puerta de su apartamento en Colinas de Bello Monte, lo primero que salta a la vista es una sala de reducidas dimensiones que nada tiene que ver con los patios colmados por matas de guanábanas y parchitas de su casa natal en Río Caribe (Sucre). Su único sofá está sepultado por papeles, imágenes y libros, entre ellos La original dieta de los puntos del Dr. Carlos Lanz: “Yo casi no vivo aquí; siempre estoy de viaje y no tengo tiempo de ordenar”.
Su abundante barba canosa compensa una cabeza calva y morena que recuerda la tez de los nativos del pueblo que dejó a los trece años, cuando se mudó a Caracas junto con Graciela, su hermana mayor, pensando que “se acababa el mundo”, por causa del terremoto de 1958.
Desde entonces, se acostumbró a cambiar de domicilio con frecuencia: estudió bachillerato en la Escuela Técnica Industrial del Distrito Capital, Ciudad Bolívar y Maracay, Cine en el Ateneo de Caracas, Fotografía y Cine en la Escuela Vasca Navale, el Instituto Europeo de Diseño y el Centro de Adiestramiento Profesional Don Orione en Roma (Italia), y ha vivido en España, Irán, India, Turquía, Grecia, entre otros.
Ateo y sin el apellido Salgado
Los mejores recuerdos de este miembro de la delegación que se encargó de restaurar la estatua de María Lionza, en la Comisión para la Preservación y Desarrollo de la Universidad Central de Venezuela (COPRED), provienen de su infancia, época en la que salía a manejar bicicleta, iba al campo y a la playa: “Absolutamente todo lo que viví en Río Caribe lo extraño. Esas experiencias son las que me voy a llevar hasta los últimos días de mi vida”.
El artista no asiste a misa. Sin embargo, decidió hacer la primera comunión en 2005, tal como lo hubiera deseado Eleonor Brito, su difunta madre, hace unos cincuenta años.
—Usted ha asegurado que sólo cree en lo terrenal. ¿A qué se debe que haya cumplido con un sacramento católico en su adultez?
—El padre Fernando Santana, con quien realizo trabajo social en el Colegio Don Bosco, me dijo “hazla”, y me di cuenta de que con ello ganaba una buena relación con los chamos de allí y con el sacerdote. No la hice antes porque, cuando era pequeño, le preguntaba al cura cosas como “¿con quién se van a casar Caín y Abel si se supone que no hay más nadie en El Paraíso?”, y él me respondía con coscorrones. Decidí no cumplir con el rito y eso me trajo pesadillas de que el diablo me iba a llevar, como me decía mi mamá.
—¿Su padre le decía lo mismo?
— [Sube el tono de voz] Mi papá nos dejó cuando yo no había nacido todavía, así que yo no tengo nada que ver con ese hombre bajo ningún punto de vista. De hecho, ni siquiera uso el apellido Salgado.
La filosofía de este admirador del escritor brasileño Jorge Amado, es que “cada persona tiene que aprender a resolver su vida”, lo cual explica por qué no acepta que nadie, ni siquiera sus amigos más cercanos, como Jorge Vall y Ricardo Armas, le den o le pidan un consejo. Lo único que se atreve a advertir es que “hay que ser honesto con uno y con los demás, para no andar por ahí echándosela de ‘chévere’ como hacen los venezolanos. Esa actitud ha sido nuestra perdición”.
De las palabras a la imagen
Aunque a los veintiún años había decidido ser escritor, un hecho fortuito transformó sus aspiraciones: “Un día acompañé a mi amigo Vladimir Sersa al laboratorio que tenía en su casa, y me cautivó que de un papel blanco estuviera emergiendo una imagen como si se tratara de magia”.
Desde Los Desterrados, de 1976, hasta la serie fotográfica Están allí, realizada en 2005 con las muñecas de Armando Reverón, Luis Brito se ha preocupado porque sus trabajos sigan una estructura narrativa coherente, de modo que sus series se conviertan en “relatos que comienzan con una foto, que hace las veces de introducción, y terminan con una imagen que cierra”.
El cine también ha sido su escuela, ya que sus exposiciones son “fundamentalmente cinematográficas”. Cuando no está en una marcha de la oposición o reunido con sus amigos bailando reggaeton, merengue o salsa, el ganador del Premio Nacional de Fotografía en 1996 aprovecha sus momentos de soledad para ver películas de Luis Buñuel, Ingmar Bergman o Luchino Visconti en el DVD que le regaló Graciela.
Las fotografías del “hombre de la lupa” –como lo calificó Laura Antillano en la Revista Criticarte, por su tendencia a capturar partes del cuerpo como, por ejemplo, manos o pies– le han permitido liberarse de sueños recurrentes respecto a la religión y los locos, quienes lo despertaban con sus alaridos desde el manicomio de Ciudad Bolívar que se encontraba al lado de su internado.
—¿Se podría decir que su cámara le sirve de terapia psicológica?
—Claro que sí. Por ejemplo, me pasa mucho que sueño con cosas que se van volando y, a veces, veo ángeles. Eso tiene que ver con mis ansias de libertad y mi rechazo hacia el matrimonio, porque creo que las mujeres nacieron para amarrarlo a uno con los hijos. Por eso no me casé con Mila Rosa, Montse o ninguna otra novia [risas].
Coloca los codos sobre la mesa de madera de la cocina, fija la mirada en el frasco de salsa de soya, ubicado a treinta centímetros de su mano izquierda, y su voz se reduce a un susurro: “Cuando mi mamá estaba muriendo de tuberculosis, tenía pánico de cerrar los ojos, y yo la dormía al convencerla de que saliera a volar por encima del pueblo. Era una manera de ayudarla a descansar”.
Sus preocupaciones: Chávez
Los anhelos y temores del artista se sintetizan en dos palabras: Hugo Chávez. “Lo que más quiero es salir de toda esta historia, esta farsa y esta mentira. Aquí ya está instaurado un régimen dictatorial, allá aquellos que no se quieran dar cuenta. Los líderes políticos no han estado a la altura, porque nosotros, la sociedad civil, les hemos dado oportunidades de hacer algo por el país y ellos las han desaprovechado… Otra cosa que me preocupa es que me manden a matar otra vez”.
En 2003, Luis Brito le abrió la reja de su apartamento a un hombre que se identificó como representante del Consejo Nacional de la Cultura (Conac). El sujeto le pidió prestado el baño, caminó hacia el pasillo que conduce hacia los cuartos y, de repente, sacó un revólver para apuntar al fotógrafo, quien se abalanzó sobre su agresor con una fuerza que en situaciones normales no es capaz de desarrollar.
Agitado, y subiendo el tono de voz, explica el desenlace de aquel día: “La pistola no se disparó, pero eso me trajo una crisis de tensión y diabetes que jamás les podré perdonar [a los chavistas]”. Para este ríocaribero, ningún creador, independientemente de su ideología, puede mantenerse al margen de los acontecimientos políticos de su país, ya que “quienes viven la historia son los que participan de ella, mientras que los demás son unos miserables. Aunque sea fotógrafo, yo le canto a la vida, a la amistad, al baile y a la libertad”.
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