En su taller clandestino, Pedro se gana la vida apropiándose de un producto emblemático en Cuba como el habano, pero sabe que es un delito que lo puede llevar a prisión: “Vivo en el susto permanente”, afirma.
El dinero que se gana bajo riesgo representa la otra cara del afamado puro cubano. Se les llama “chinchales”, pequeños talleres de reparación o fábricas artesanales, que operan en total ilegalidad en barrios de La Habana.
En la penumbra de su desvencijado apartamento, Pedro pasa los días torciendo las grandes hojas de tabaco negro. “No es un negocio, sino una necesidad para sobrevivir”, dice a la AFP.
En las fábricas del Estado, de donde salen los prestigiosos “Cohiba”, “Romeo y Julieta” o “Montecristo”, este hombre de 33 años, con arete en la oreja y traje deportivo, ganaba cerca del salario promedio en Cuba, de 17 dólares.
Aunque no precisa cuánto le deja vivir del chinchal tras pagar a otros que forman la red del negocio, sus hábiles manos confeccionan medio centenar de habanos por día, de irreprochable calidad, que en el mercado negro se venden en cajas de 25 por entre 30 y 40 dólares, la cuarta o quinta parte de lo que cuesta en una tienda en la isla.
El Gobierno admite que los salarios son bajos y que hay que revalorizarlos, pero recuerda que la educación y salud son gratuitas, y la canasta básica y muchos servicios, subsidiados.
Desde hace unos meses libra una lucha contra los talleres ilegales del extendido mercado negro que se nutre de los robos al Estado y en el cual los cubanos compran alimentos no incluidos o escasos en la canasta y otros productos necesarios, pues las tiendas legales tienen precios por las nubes.
Una pequeña escalera de cemento conduce al entrepiso de paredes corroídas por el salitre del mar y cubiertas con frazadas; pero detrás de un modesto chinchal, como el de Pedro, no se esconde solo un artesano.
Campesinos de la occidental provincia de Pinar del Río, cuna del prestigioso tabaco cubano, suministran las hojas, empleados de las fábricas roban las cajas de madera, las anillas de papel y otros certificados y sellos oficiales.
“Abastecerse en la fábrica no es lo más complicado, todos los servicios administrativos están separados, lo que no favorece a los controles”, explica Juan, de 42 años, uno de los muchos revendedores clandestinos, el último eslabón de la cadena.
Pedro argumenta que tomó el camino de la ilegalidad cuando su padre enfermó hace cinco años, para mantenerlo. Instaló en su casa al octogenario, que raramente se levanta de una butaca, y transformó su cuarto en chinchal.
“Nadie sabe lo que hago acá, ni siquiera mis familiares. Es muy peligroso”, susurra mientras agrupa mecánicamente los cigarros en una esquina de la mesa, oyendo el chirrido de un viejo radio, entre las hojas de tabaco secas esparcidas en el suelo.
Sabe que si es descubierto, lo espera la cárcel. “Quisiera dejar esto, o trabajar fuera de Cuba donde te pagan lo que vale tu trabajo”, afirma el hombre.
La ofensiva del Gobierno de Raúl Castro contra las ilegalidades proclama la necesidad de resguardar la ética y principios de la revolución, así como acabar con la corrupción que gangrena la economía y, en el caso del tabaco, afecta un ingreso anual de 390 millones de dólares.
“Tanto la falsificación como el mercado paralelo son dos flagelos que afectan enormemente la imagen del habano, por un lado porque el producto es falso y por otro porque lacera la red de distribución comercial que con tanto trabajo creamos”, dijo a la AFP Adargelio Garrido, director jurídico de Habanos S.A.
Cada viajero puede llevar hasta dos cajas de habanos sin certificación, pero mensualmente las autoridades confiscan en el aeropuerto entre 1.500 y 1.700 salidas de pequeños chinchales como el de Pedro.
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