miércoles, 28 de julio de 2010

Nuestro fotógrafo decisivo por clemente bernad




Domingo, 25 de Octubre de 2009

KOLDO Chamorro murió solo, como siempre decía que iba a morir. Solo, como un perro callejero. Pero que nadie se lleve a engaño. Aquí, en estas tierras de ingratitudes viejas y envidias eternas, ser un perro callejero es un grado. Significa no haberse traicionado a uno mismo ni a los que con uno caminan, no haber frecuentado los pasillos del poder para obtener riquezas ni medallas manchadas de indignidad, no haber doblado la cerviz ante quienes no lo merecen. No, las medallas que Koldo llevaba prendidas en su vieja chaqueta el día que lo enterramos eran sólo unos pequeños pins baratos cuya importancia va mucho más allá de cualquier fatuidad. Una bandera de Brasil, un San Fermín, un busto de la diosa Minerva, un aspa de tela de una cofradía de la Semana Santa sevillana, una insignia del diario francés Libération. Nada más y nada menos. Ahí estaba, como una pequeña constelación vital, todo lo suyo: la preferencia por los desfavorecidos y el calor de las selvas ecuatoriales; los dioses y los santos cercanos que trazaban las líneas de su mano; la diosa romana de la sabiduría, de las artes y de las guerras; la pasión visceral del sur y la escarapela tricolor que dibuja las letras de la palabra libertad; y el amor, claro.

Koldo era un contador de historias. Un curioso. Su patria era el reportaje fotográfico entendido como la forma más completa, arriesgada y pertinente para hablar de la vida de las personas. Dentro de él distinguía diversas soluciones, como el ensayo fotográfico, el reportaje monográfico o el poema visual, que le permitían utilizar unos recursos expresivos u otros. El ensayo fotográfico era su preferido porque es el espacio narrativo decisivo donde poner en juego todas las apuestas, todas las soluciones y todas las energías. Para elaborarlo, incluso desarrolló una interesante teoría que aplicaba la proxémica a la práctica de la fotografía de reportaje, y que le permitía analizar las características de los espacios sociales en los que trabajaba y determinar qué distancia era la más adecuada para cada circunstancia e incluso qué material y qué distancia focal era la más pertinente para cada caso particular.

En estos tiempos en los que el simulacro lo ha empapado todo, es difícil entender la actitud ética, la energía y la pasión de alguien como Koldo por construir una vida y una obra sin concesiones ni medias tintas, sin excusas. Se dice que nadie es profeta en su tierra y Koldo tampoco lo fue, desde luego. Era un viajero, aunque dedicó años de ingente esfuerzo a fotografiar Navarra con cariño, pero sin paños calientes. Sin embargo, aquí nunca recibió nada más que migajas, palmaditas en la espalda y palabras bienintencionadas. Pero de eso no vive un fotógrafo. Fotografió las fiestas de esta ingrata ciudad a tumba abierta durante más de 25 años, abordándolas en toda su complejidad, de una manera muy diferente a las correctas postales de la norteamericana Inge Morath o al ingenuo reportaje de Ramón Masats. Pero sus fotografías no forman parte del imaginario sanferminero, simplemente porque no se conocen. De hecho, quienes se lamentan estos días como plañideras de que haya terminado siendo un incomprendido, quizás debieran preguntarse por qué no fueron capaces de comprender a un fotógrafo rotundo, indómito y fascinante que siempre estuvo al alcance de la mano; por qué siempre se le negó el pan y la sal, y su trabajo nunca mereció el reconocimiento ni los incentivos que necesitaba para que creciese, adquiriese visibilidad y fuese comprensible para muchos otros; por qué no existe ni un solo libro monográfico que recoja ni uno solo de sus ensayos de manera completa y digna. Sus imprescindibles fotografías pueblan, injustamente, los cajones de un archivo ignoto que asusta por su magnitud.

Al abordar sus trabajos, Koldo prefería hundir sus motivos y sus decisiones en la tradición sin preocuparse por lo venidero. Prefería mirar hacia atrás para saber quién era y de dónde venía, mientras avanzaba a toda velocidad hacia delante, sin miedo. Era caliente, cercano, muy cariñoso. Fue un luchador. Nada de imágenes pusilánimes para consumo fácil de la galería. Nada de miraditas blandengues. Nada de comida rápida visual para solaz de bárbaros. Nada de atajos para alcanzar la fama, el dinero y el poder a costa de abaratar el discurso aunque sea del gusto de la mayoría. A Koldo no le interesaba la mayoría. Le interesaba lo que podía tocar, acariciar, querer, mirar, oler, contar y sufrir en concreto, siempre en primera persona. A Koldo le interesabas tú.

Tanto sus ensayos como las fotografías que los componen son difíciles de digerir. Koldo conocía perfectamente la evolución del lenguaje fotográfico y sabía cuáles eran las exigencias conceptuales y estilísticas a las que debía responder con sus fotografías. Por eso su trabajo no es una mirada más en la cesta, sino que supone un verdadero aporte a la historia del medio. Es nuestro fotógrafo decisivo. Sus trabajos más conocidos son Fuentelencina: ciclo del sol, Los Hijos-Dalgo de Iturgoyen, El Santo Christo Ibérico, España mágica, Los sanfermines, Algo llueve sobre mi corazón, Pubis pro nobis, Los silencios de Dios, El nacimiento de una nación, La violación cósmica, El sujetador y El kapote, sólo una muestra de una ingente producción que habla a las claras de su capacidad de trabajo. En todos ellos, Koldo se ocupó de múltiples cuestiones acerca de las estructuras sociales, la religión, las fiestas, los toros, el cuerpo, el sexo, etc… Sus imágenes son el resultado de un riguroso trabajo de análisis y estudio de cada uno de los temas hasta en sus más pequeños detalles. El azar trabaja después, sobre una sólida estructura compositiva y visual que huye de la evidencia como de la peste. Koldo era extremadamente exigente al analizar su propio trabajo, y no se lo ponía fácil ni a sí mismo ni a sus lectores. Sus fotografías no se agotan en una primera lectura, ni en una segunda, ni en una tercera…, son pequeños laberintos donde cualquier camino es posible, donde reina la ambigüedad y el juego, donde todo son preguntas sin respuesta, y donde -como a él tanto le gustaba recordar citando el Tao Te King- lo visible construye la forma, pero lo invisible le otorga el valor.

Mientras otros fotógrafos de su generación recorrían España en los últimos años de la dictadura de fiesta en fiesta y de procesión en procesión, en busca de un folclore superficial del que sólo obtuvieron imágenes anecdóticas, Koldo se afanaba en reflexionar sobre los mecanismos en los que descansaba el paso de la sociedad rural de la posguerra a la posible pero incierta nueva identidad del país. Trabajando en muchas ocasiones en los mismos territorios que aquellos, su mirada era diferente porque se clavaba bajo la línea de flotación del discurso cultural dominante, y porque nunca se aprovechaba de la energía de lo que fotografiaba en su propio beneficio, sino que era él mismo quien aportaba su energía, su bagaje y su forma de entender la vida a cada uno de sus temas.

El día de su entierro, Koldo estaba sin zapatos dentro del ataúd. Los únicos que se pudieron encontrar en aquellos momentos de confusión estaban llenos de barro. Pero, ¿de qué lo iban a estar?. Barro de las calles, tierra de los caminos, de los campos. De las cunetas.

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